"Héroe" un relato que nos dejó anoche boquiabiertos en el Taller de escritura de Relatos Cortos organizado en la Biblioteca
En la siguiente clase del taller de escritura de relatos cortos que se está impartiendo en la biblioteca, los alumnos han entregado diferentes trabajos. La línea que marcaba la construcción de los mismos venía dada por el profesor Mariano Gimeno Machetti. La propuesta era bien hacerlo siguiendo el estilo de Manuel Rivas, una prosa poética, o bien siguiendo el estilo de cámara en mano de Raymond Carver. El mejor relato dentro del estilo de cámara en mano de Raymond Carver fue "Héroe", realizado por Maite., y puedes leerlo a continuación:
HÉROE
El 23 de Marzo de 2015 hacía un frío del carajo. No quería
llevarme nada de allí, así que el día anterior repartí todas mis cosas. La
trabajadora social que me acompaño a la
puerta insistió en que me quedara un forro polar rojo, que alguien había olvidado
en su despacho. Al ponérmelo vi que le
habían hecho un agujero con un
cigarrillo, a la izquierda. Ahí estaba yo, con los brazos cruzados esperando la
guagua mientras acariciaba los bordes de la quemadura, sintiendo al hacerlo una
especie de consuelo.
Nadie había venido al buscarme a
la salida de la prisión. Hubiera estado
genial estar ahora en un coche con la calefacción empañando los cristales,
oyendo un blues arrastrado de B.B. King y parando para tomar un barraquito bien
cargado en un bareto. Pero los únicos candidatos posibles tenían su
coartada : mi amigo Lucas trabajaba en el Sur:
mi hermana Carmen estaba en el hospital con mi madre recién operada de
cáncer. Fin de la lista. En cuanto a mi
mujer, se había negado a establecer
cualquier contacto conmigo ni postal, ni telefónico ni mucho menos presencial,
y con agrado se hubiera sometido a una extirpación irreversible de mi recuerdo en su cerebro si tal cosa
hubiera sido posible. Me la imaginaba
echando para detrás su cabeza y levantando mucho la ceja izquierda, mientras se
lo contaba a su madre “¿Qué esperaba ,
cohetes y banda de música?”.
De manera que ahí estaba yo, helado y agrandando el agujerito del polar
mientras esperaba la guagua y me moría por un pitillo. Por la otra orilla de la
carretera renqueaba un perro mojado. Le llamé y me miró un momento sin detenerse,
maldito chucho, cojo y todo parecía ir al encuentro de una compañía mejor que
la mía. Así de animado estaba yo cuando
llegó la guagua, menos mal que vacía
salvo por dos chicas casi idénticas que chillaban y reían pegadas a su móvil
sin reparar en mi. Quizás el letrero luminoso que sentía suspendido como un halo de un santo
en un cuadro de iglesia “recién salido de Tenerife 2” no brillara tanto después
de todo. En la última fila de los
asientos alguien había rajado el respaldo, y allí me senté, ese era mi sitio, pensé, y cerré los ojos mareado por la
velocidad a la que se sucedían las
formas y colores a través de la ventanilla. Llevaba muchos años sin ver más que
el ocre de las paredes del patio y el casi siempre gris del cielo y las
escaleras. Ya el rojo del polar me había parecido un chiste, yo que siempre iba
con camisetas negras, y vaqueros, mi
uniforme, como me decían en el trabajo.
Curioso que tengamos tan pocas
palabras para describir los olores que viven en nuestra cabeza. En la cárcel a
veces trataba de evocarlo sin conseguirlo, pero fue abrir la puerta y ahí
estaba: la casa de mi madre olía como siempre. A cerrado, a medicinas, a fruta,
a linimento para muebles, a ella.
Mi madre. Durante los años que
pasé encerrado no la vi. Le pedí que no viniera. No podía soportar imaginarla
delante de mi. Así que dentro de mi
cabeza ella aún está bien. No tiene cáncer.
Tiene una melena lisa con un mechón rebelde y sale a caminar a diario
con una camiseta rosa con un gato estampado y la palabra “cat” por si las
dudas. Mi madre en mi cabeza aún está
orgullosa de mi y aún tiene algo que
poner en el archivador en el que apunta
desde mi infancia las cosas que hago.
Las notas de primaria, la liga
infantil, premios de concursos, tontadas sentimentales. Y aquello. Aquello.
Diez años dan para mucho. Para
pensar y dar vueltas y hacer el puzzle una y otra vez. Para volverse loco y
recuperar la cordura y volver a perderla. Para odiar a todo el genero humano
uno por uno y luego amarles, sea lo que sea el amor, y perdonarles y pedirles perdón. Pero sobre
todo dan para construir una especie de
costra , de armadura invisible sobre la que resbalaba el horror y la angustia
de estar ahí metido. Un anestésico mental que permitía coger aire y
soltarlo, colocar un pie delante de
otro, caminar, abrir la boca, tragar , cerrar los ojos, dormir y despertarse como
si aquello fuese una vida. Dan para
aprender a no recordar.
Pero ahí estaba el maldito
cartapacio. “Un joven de 18 años herido al salvar a una mujer que estaba siendo
agredida”. Prensa local, entrevistas,
prensa nacional, hasta un especial que hizo el dominical de El País sobre
violencia y que se tituló “héroes”.
Podía revivir algunas cosas de
aquel momento. Cosas sin importancia. Que hacía calor. Que acababa de agacharme
para atarme el tenis cuando la oí gritar.
Que me eché a correr sin pensar y la vi forcejear debajo de aquel
hombre. Que su zapato salió despedido y pude ver sus uñas
pintadas de rojo. Que no escuché
ningún sonido salvo el de mi respiración durante la pelea. La
sensación de incredulidad cuando la navaja penetró en mi cuerpo. Que antes de perder el conocimiento en la
ambulancia pensé en que me libraría de la cita del dentista y me entraron ganas
de reírme. Que cuando desperté lo primero que ví fue una tele encendida
con un partido del Barça-Real Madrid.
Marie Chantal Dumortier. Había
nacido en Brujas, nada menos, pero no aprecié el dato hasta más tarde. Fue a
verme al hospital. El primer dia se quedó de pie en la habitación, “no sabía
qué traerte, cómo agradecer”. Me pidió permiso para volver. Permiso. Yo estaba encantado, era guapa, 31 años, me llevaba revistas, el
periódico, chocolate belga , chuches,
cedés. Trabajaba en una agencia de viajes y el próximo año volvería a su país. yo nunca había conocido una
extranjera ni había tenido una conversación personal con una mujer mayor que yo
que no fuera de mi familia. Y resulta que yo le había salvado y ella estaba tan
“agggggadecida”… su acento, su perfume…su interés en cualquier cosa que yo
contara, en mis estudios, en mi vida. ..
Cuando salí del hospital seguimos
viéndonos. A escondidas porque mi madre,
tras la segunda caja de bombones, comenzó a mostrarse primero reticente y luego
frontalmente hostil a sus visitas:
-Eres un niño. No es normal. No
se qué quiere la lagarta esa.
Vivía en el Médano, en un
apartamento que era como un voladizo sobre la playa. Desde la cama sólo se veía
el mar. Me daba dinero para la guagua, y
yo la esperaba todo el día, esa era mi única ocupación, esperarla, no iba a
clase, no dormía, no hacía otra cosa que aguardar el momento de verla. Cuando
mis padres se enteraron, ya la novedad empezaba a perder el lustre. Echaba de
menos a mis colegas, y aunque mi caché
había subido con toda la movida de los periódicos, no había tenido mucho tiempo
ni ocasión de disfrutar mi gloria. Monté
un buen drama en casa pero me sentí aliviado. Ella no.Me tomó por sorpresa la
violencia de su reacción, su llanto, sus llamadas constantes, su desesperación.
Comenzó a seguirme, iba a mis clases, me espiaba en los bares, hablaba con mis
amigos, insultaba a mis novias.
También escribía cartas en las
que me pedía perdón, me suplicaba que no me enfadara, me prometía que nos
iríamos lejos, que haría todo lo que yo quisiera, que seríamos felices. Una noche en la que la vi esperándome a la
salida de la discoteca la agarré por el pelo y la abofeteé. No volvió más. A veces recordaba su voz
pronunciando mi nombre. En ocasiones soñaba con ella y al despertar tenía
calor y frío.
Mi gloria duró algún tiempo más hasta que pasó
a ser una anécdota de la que los amigos
se vacilaban cuando tenían dos copas. Cuando se reían yo sentía un dolor sordo pero nunca dije nada y
les seguía el rollo. Trabajé y me casé,
procreé e hice todo lo que un buen chico hace para que su vida se estropee ni
más ni menos que la de los demás. Nadie
volvió a recordar que yo fui un héroe hasta que atropellé a la niña que apareció
de repente aquella noche. Por qué
aceleré sin socorrerla hace diez años que me lo pregunto.
La planta del pasillo estaba seca. En la
cocina llené una jarra con un grifo, que no reconocí. Quizá el helecho no tuviera remedio o quizás
si, me entretuve viendo como la tierra se empapaba, hasta que el agua empezó a
salirse por debajo y la sequé con lo
primero que encontré: una revista desde la que la familia real deseaba a todos
los españoles una feliz navidad. Mi
madre se disgustaría, cuando saliera del hospital. Si salía. Le chiflan el
hola y la realeza. “Si salía “.
El pensamiento hizo que la
posibilidad fuera real. Me senté en la
mesa de la cocina, me pasé las manos por la cara, por la cabeza. Intenté llorar. Intenté rezar. Me quedé
muy quieto , mientras las tripas me sonaban por el hambre, escuchando
todos los sonidos de la calle , deseando que hubiera más, que la puerta se
abriera, que mi madre entrara y se enfadara conmigo por su revista malograda,
que por lo menos el teléfono sonara. Aunque fuera un número equivocado. Aunque fuera un operador para una encuesta.
Aunque fuera mi ex mujer para
insultarme. O Marie Chantal con sus erres deliciosas asegurándome que siempre
sería su héroe.
FIN
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